Paseaba yo hace unos días por el museo Cà Pesaro, en Venecia, cuando me sorprendió la obra de un autor que no conocía. Se puede pensar que no es sorprendente que te sorprenda algo en un museo de arte moderno, pero eso está cada vez más lejos de la verdad. A mi hace tiempo que el arte destinado exclusivamente a sorprenderme ha dejado de hacerlo. Y como en muchos casos esa es su única finalidad, ya no tiene absolutamente nada que ofrecer.
Afortunadamente, no sólo de instalaciones, performances, audiovisuales y abstracciones viven estos museos (atención, a algunas de estas obras sí les encuentro sentido, pero son pocas, la verdad, así que permítanme la generalización).
El museo Cà Pesaro no es grande, tiene el tamaño justo para acoger ciertas obras importantes y no hacerse pesado, ni tener que rellenar espacios vacíos. La colección ocupa una sóla planta del palacio, en la que puedes disfrutar con obras de Rodin, Chillida, Klimt, Kandisnky, Klee, Picasso o De Chirico. Así que como no se tarda demasiado en ver, me tomé mi tiempo en ver cada obra. Después de haber estado un rato admirando una gran obra como es Cosiendo la vela de Joaquín Sorolla (grande también por su tamaño, ya que es un lienzo de 3 x 2,2 m) concluí que ya había alcanzado el nivel de satisfacción suficiente para dar por bien pagada la entrada.
«Cosiendo la vela». Joaquín Sorolla (1896)
Pero aún así, esto no constituyó una sorpresa. A nadie sorprende quedarse un rato extasiado delante de las telas y las luces mediterráneas de Sorolla.
La sorpresa me esperaba en la siguiente sala, en la esquina junto a la puerta de acceso, probablemente el lugar que pasa más desapercibido. Sobre todo en una sala dedicada a la pintura italiana de los años 30, muy influenciada por la retórica y el historicismo heroico del régimen fascista, con obras de gran tamaño, fuerza y dramatismo.
Y en esa pequeña esquina (a la derecha de la puerta según miras el cuadro) se encontraba, tranquila y en silencio, la Donna al caffè de Antonio Donghi.